El shampoo en la maleta hizo un caos casi ridículo y fue el
mejor pretexto para salirnos de la carretera.
De todos modos ya era hora de comer algo. El queso del sandwich
ya estaba un poco derretido por el sol. El punto exacto. El iPod seguía sonando en el coche aunque no
lo escucháramos.
Qué rápidos se veían todos esos coches yendo a quién sabe
donde y qué incómodo picaba el pasto en las piernas. Yo aprovechaba para que el
sol quemara un poquito mi piel y dejar atrás el color ciudad.
Se sentía bien tener aire nuevecito en los pulmones. También
ver cómo se movía tu camisa cada vez que entraba y salía el aire.
Mientras, el gigante de fierro nos veía y supe que nos veía
contentos.